Hubo un tiempo en el que las distancias eran insalvables
entre el mar y las montañas.
Eran insalvables no por los kilómetros que les separaban,
sino por los obstáculos del camino y los anclajes que aferran a cada persona a
su lugar natural.
Una mujer contemplaba desde el mar lo que no podía divisar
con su vista, pero si en su corazón.
Contemplaba el blanco de la nieve en las montañas, mientras
el calor del sol de verano le doraba la piel igual que el calor de una chimenea
con exceso de troncos.
Si se esforzaba casi podía sentir en su imaginación el frío
viento del invierno en su cara y esos copos de nieve gruesos cayendo
sobre la capucha de su anorak, haciendo ruido al caer sobre su cabeza,
pero la realidad era otra. Se encontraba en una cálida playa
bajo un sol abrasador nada que ver con el lugar donde deseaba estar y así
pasaba un día tras otro. Perdía su mirada en la profundidad del mar y gritaba
silenciosamente al viento un mensaje secreto.
Allí a lo lejos, en las cumbres un hombre avistaba el horizonte.
Subió montaña arriba, muy alto, por encima de las nubes. Las otras
montañas quedaban por debajo de sus ojos y en días despejados podía ver a
lo lejos un mar, pero no era el mar de la mujer de nuestra historia.
Giraba 90ª a la derecha buscándola en su playa, pero
allí no había ningún mar. Se encontraba desorientado e inseguro. No encontraba
la forma de divisar el cálido Mediterráneo desde tan lejos.
Todo quedaba tan lejano y los caminos no eran fáciles ante
la incerteza.
Un día recordó que las promesas que no se
cumplen, regresan en otoño a preguntarnos por qué las ignoramos en su
momento y decidió dejar de preguntarse y buscar una respuesta. Se armó de valor
y recorrió miles de kilómetros en busca del calor lejano y
descubrió que no hay mayor alegría que descubrir que a quien
buscábamos nos estaba esperando.
Fuente: http://osane1.blogspot.com/2012/01/la-sirena-y-el-pastor.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario