Los primeros tres meses de mi matrimonio con Sara fueron aceptables, pero luego empezaron los problemas. Era una buena cocinera, y yo empecé a comer bien por
primera vez en muchos años. Empecé a engordar. Y Sara empezó a hacer
comentarios.
—Ay, Henry, pareces un pavo engordando para el Día de Acción
de Gracias.
—Tienes razón, mujer, tienes razón —le decía yo.
Yo trabajaba de mozo en un almacén de piezas de automóvil y
apenas si me llegaba la paga. Mis únicas alegrías eran comer, beber cerveza e irme a la cama con
Sara. No era precisamente una vida majestuosa, pero uno ha de conformarse con
lo que tiene. Sara era suficiente. Respiraba SEXO por todas partes. La había
conocido en una fiesta de Navidad de los empleados del almacén. Trabajaba allí
de secretaria. Me di cuenta de que ninguno se acercaba a ella en la fiesta y no
podía entenderlo. Jamás había visto mujer tan guapa y además no parecía tonta.
Sin embargo, tenía algo raro en la mirada. Te miraba fijamente como si entrara
en ti y daba la impresión de no parpadear. Cuando se fue al lavabo me acerqué a
Harry, al camionero.
—Oye Harry —le dije—. ¿Cómo es que nadie se acerca a Sara?
—Es que es bruja, hombre, una bruja de verdad. Ándate con ojo.
—Vamos, Harry, las brujas no existen. Está demostrado. Las mujeres aquellas que quemaban en la hoguera antiguamente, era todo un error horrible, una crueldad.
Las brujas no existen.
—Bueno, puede que quemaran a muchas mujeres por error, no voy a discutírtelo. Pero esta zorra es bruja, créeme.
—Lo único que necesita, Harry, es comprensión.
—Lo único que necesita —me dijo Harry— es una víctima.
—¿Cómo lo sabes? .
—Hechos —dijo Harry—. Dos empleados de aquí. Manny, un vendedor, y Lincoln, un dependiente.
—¿Qué les pasó?
—Pues sencillamente que desaparecieron ante nuestros propios ojos, sólo que muy lentamente... podías verles irse, desvanecerse. ..
—¿Qué quieres decir?
—No quiero hablar de eso. Me tomarías por loco. Harry se fue. Luego salió Sara del water de señoras. Estaba maravillosa.
—¿Qué te dijo Harry de mí? —me preguntó.
—¿Cómo sabes que estaba hablando con Harry?
—Lo sé —dijo ella.
—No me dijo mucho.
—Pues sea lo que sea, olvídalo. Son mentiras. Lo que pasa es que le he
rechazado y está celoso. Le gusta hablar mal de la gente.
—A mí no me importa la opinión de Harry —dije yo.
—Lo nuestro puede ir bien, Henry —dijo ella.
Vino conmigo a mi apartamento después de la fiesta y te
aseguro que nunca había disfrutado tanto. No había mujer como aquélla. Al cabo de un mes o así nos
casamos. Ella dejó el trabajo inmediatamente, pero yo no dije nada porque
estaba muy contento de tenerla. Sara se hacía su ropa, se peinaba y se cortaba
el pelo ella misma. Era una mujer notable, muy notable.
Pero como ya dije, hacia los tres meses, empezó a hacer
comentarios sobre mi peso. Al principio eran sólo pequeñas observaciones amables, luego empezó a burlarse
de mí.
Una noche llegó a casa y me dijo:
—¡Quítate esa maldita ropa!
—¿Cómo dices, querida?
—Ya me oíste, so cabrón. ¡Desvístete!
No era la Sara
que yo conocía. Había algo distinto. Me quité la ropa y las prendas interiores y las eché en el sofá. Me miró fijamente.
—¡Qué horror! —dijo—. ¡Qué montón de mierda!
—¿Cómo dices, querida?
—¡Digo que pareces una gran bañera llena de mierda!
—Pero querida, qué te pasa... ¿Estás en plan de bronca esta noche?
—¡Calla! ¡Toda esa mierda colgando por todas partes!
Tenía razón. Me había salido un michelín a cada lado, justo encima de las
caderas. Luego cerró los puños y me atizó fuerte varias veces en cada michelín.
—¡Tenemos que machacar esa mierda! Romper los tejidos grasos, las células... Me atizó otra vez, varias veces.
—¡Ay! ¡Que duele, querida!
—¡Bien! ¡Ahora, pégate tú mismo!
—¿Yo mismo?
—¡Sí, venga, condenado!
Me pegué varias veces, bastante fuerte. Cuando terminé los michelines aún
seguían allí, aunque estaban de un rojo subido.
—Tenemos que conseguir eliminar esa mierda —me dijo.
Yo supuse que era amor y decidí cooperar... Sara empezó a contarme las calorías. Me quitó los fritos, el
pan y las patatas, los aderezos de la ensalada, pero me dejó la cerveza. Tenía que demostrarle quién
llevaba los pantalones en casa.
—No, de eso nada —dije—, la cerveza no la dejaré. ¡Te amo
muchísimo, pero la cerveza no!
—Bueno, de acuerdo —dijo Sara—. Lo conseguiremos de todos modos.
—¿Qué conseguiremos?
—Quiero decir, que conseguiremos eliminar toda esa grasa, que tengas otra vez unas proporciones razonables.
—¿Y cuáles son las proporciones razonables? —pregunté.
—Ya lo verás, ya.
Todas las noches, cuando volvía a casa, me hacía la misma pregunta.
—¿Te pegaste hoy en los lomos?
—¡Si, mierda, sí!
—¿Cuántas veces?
—Cuatrocientos puñetazos de cada lado, fuerte.
Iba por la calle atizándome puñetazos. La gente me miraba, pero al poco tiempo dejó de importarme, porque sabía que estaba consiguiendo algo y ellos no... La cosa funcionaba. Maravillosamente. Bajé de noventa kilos a setenta y ocho. Luego de setenta y ocho a setenta y cuatro. Me sentía diez años más joven. La
gente me comentaba el buen aspecto que tenía. Todos menos Harry el camionero.
Sólo porque estaba celoso, claro, porque no había conseguido nunca bajarle las
bragas a Sara.
Una noche di en la báscula los setenta kilos.
—¿No crees que hemos bajado suficiente? —le dije a Sara—. ¡Mírame! Los michelines habían desaparecido hacía mucho. Me colgaba el vientre. Tenía la cara chupada.
—Según los gráficos —dijo Sara—, según los gráficos, aún no has alcanzado el tamaño ideal.
—Pero oye —le dije—, mido uno ochenta, ¿cuál es el peso ideal? Y entonces Sara me contestó en un tono muy extraño:
—Yo no dije «peso ideal», dije «tamaño ideal». Estamos en la Nueva Era , la Era Atómica , la
Era Espacial , y, sobre todo, la Era de la Superpoblación. Yo
soy la Salvadora
del Mundo. Tengo la solución a la Explosión Demográfica.
Que otros se ocupen de la
Contaminación. Lo básico es resolver el problema de la
superpoblación; eso resolverá la Contaminación y muchas cosas más.
—¿Pero de qué demonios hablas? —pregunté, abriendo una botella de cerveza.
—No te preocupes —contestó—. Ya lo sabrás, ya.
Empecé a notar entonces, en la báscula, que aunque aún
seguía perdiendo peso parecía que no adelgazaba. Era raro. Y luego me di cuenta de que las perneras
de los pantalones me arrastraban... y también empezaban a sobrarme las mangas de la
camisa. Al coger el coche para ir al trabajo me di cuenta de que el volante
parecía quedar más lejos.Tuve que adelantar un poco el asiento del coche.
Una noche me subí a la báscula. Sesenta kilos.
—Oye Sara, ven.
—Sí, querido...
—Hay algo que no entiendo.
—¿Qué?
—Parece que estoy encogiendo.
—¿Encogiendo?
—Sí, encogiendo.
—¡No seas tonto! ¡Eso es increíble! ¿Cómo puede encoger un hombre? ¿Acaso crees que tu dieta te encoge los huesos? Los huesos no se disuelven! La
reducción de calorías sólo reduce la grasa. ¡No seas imbécil! ¿Encogiendo? ¡Imposible!
Luego se echó a reír.
—De acuerdo —dije—. Ven aquí. Coge el lápiz. Voy a ponerme contra esta pared.
Mi madre solía hacer esto cuando era pequeño y estaba creciendo. Ahora marca
una raya ahí en la pared donde marca el lápiz colocado recto sobre mi cabeza.
—De acuerdo, tontín, de acuerdo —dijo ella. Trazó la raya.
Al cabo de una semana pesaba cincuenta kilos. El proceso se aceleraba cada vez más.
—Ven aquí, Sara.
—Sí, niño bobo.
.—Vamos, traza la raya. Trazó la raya. Me volví.
—Ahora mira, he perdido diez kilos y veinte centímetros en la última semana.
¡Estoy derritiéndome! Mido ya uno cincuenta y cinco. ¡Esto es la locura! ¡La
locura! No aguanto más. Te he visto metiéndome las perneras de los pantalones y
las mangas de las camisas a escondidas. No te saldrás con la tuya. Voy a
empezar a comer otra vez. ¡Creo que eres una especie de bruja!
—Niño bobo... Fue poco después cuando el jefe me llamó a la oficina. Me subí en
la silla que había frente a su mesa.
—¿Henry Markson Jones II?
—Sí señor, dígame.
—¿Es usted Henry Markson Jones II?
—Claro señor.
—Bien, Jones, hemos estado observándole cuidadosamente. Me temo que ya no sirve usted para este trabajo. Nos fastidia muchísimo tener que hacer esto...
quiero decir, nos fastidia que esto acabe así, pero...
—Oiga, señor, yo siempre cumplo lo mejor que puedo.
—Le conocemos, Jones, le conocemos muy bien, pero ya no está usted en condiciones de hacer un trabajo de hombre.
Me echó. Por supuesto, yo sabía que me quedaba la paga del desempleo. Pero me pareció una mezquindad por su parte echarme así...
Me quedé en casa con Sara. Con lo cual, las cosas empeoraron: ella me
alimentaba. Llegó un momento en que ya no podía abrir la puerta del refrigerador. Y luego
me puso una cadenita de plata.
Pronto llegué a medir sesenta centímetros. Tenía que cagar en una bacinilla.
Pero aún me daba mi cerveza, según lo prometido.
—Ay, mi muñequito —decía—. ¡Eres tan chiquitín y tan mono! Hasta nuestra vida amorosa cesó. Todo se había achicado proporcionalmente. La montaba, pero al cabo de un rato me sacaba de allí y se echaba a reír.
—¡Bueno, ya lo intentaste, patito mío!
—¡No soy un pato, soy un hombre!
—¡Oh mi hombrecín, mi pequeño hombrecito!
Y me cogía y me besaba con sus labios rojos...
Sara me redujo a quince centímetros. Me llevaba a la tienda en el bolso. Yo
podía mirar a la gente por los agujeritos de ventilación que ella había abierto en el
bolso. Ahora bien, he de decir algo en su favor: aún me permitía beber cerveza.
La bebía con un dedal.
Un cuarto me duraba un mes. En los viejos tiempos, desaparecía en unos cuarenta
y cinco minutos. Estaba resignado. Sabía que si quisiera me haría desaparecer
del todo. Mejor quince centímetros que nada. Hasta una vida pequeña se estima
mucho cuando está cerca el final de la vida. Así que entretenía a Sara. Qué
otra cosa podía hacer. Ella me hacía ropita y zapatitos y me colocaba sobre la
radio y ponía música y decía:
—¡Baila, pequeñín! ¡Baila, tontín mío, baila! ¡Baila, baila!
En fin, yo ya no podía siquiera recoger mi paga del desempleo, así que bailaba encima de la radio mientras ella batía palmas y reía.
Las arañas me aterraban y las moscas parecían águilas gigantes, y si me hubiese atrapado un gato me habría torturado como a un ratoncito. Pero aún seguía
gustándome la vida. Bailaba, cantaba, bebía. Por muy pequeño que sea un hombre,
siempre descubrirá que puede serlo más. Cuando me cagaba en la alfombra, Sara
me daba una zurra. Colocaba trocitos de papel por el suelo y yo cagaba en
ellos. Y cortaba pedacitos de aquel papel para limpiarme el culo. Raspaba como
lija. Me salieron almorranas. De noche no podía dormir.
Tenía una gran sensación de inferioridad, me sentía atrapado. ¿Paranoia? Lo
cierto es que cuando cantaba y bailaba y Sara me dejaba tomar cerveza me sentía
bien. Por alguna razón, me mantenía en los quince centímetros justos. Ignoro
cuál era la razón. Como casi todo lo demás, quedaba fuera de mi alcance.Le
hacía canciones a Sara y las llamaba así: Canciones para Sara: sí, no soy más
que un mosquito, no hay problema mientras no me pongo caliente, entonces no
tengo dónde meterla, salvo en una maldita cabeza de alfiler.
Sara aplaudía y se reía. si quieres ser almirante de la marina de la reina no
tienes más que hacerte del servicio secreto, conseguir quince centímetros de
altura y cuando la reina vaya a mear atisbar en su chorreante coñito...
Y Sara batía palmas y se reía. En fin, así eran las cosas. No podían ser de
otro modo...
Pero una noche pasó algo muy desagradable. Estaba yo cantando y bailando y Sara en la cama, desnuda, batiendo palmas, bebiendo vino y riéndose. Era una excelente representación. Una de mis mejores representaciones. Pero, como siempre, la
radio se calentó y empezó a quemarme los pies. Y llegó un momento en que no
pude soportarlo.
—Por favor, querida —dije—, no puedo más. Bájame de aquí.
Dame un poco de cerveza. Vino no. No sé como puedes beber ese vino tan malo. Dame un dedal de
esa estupenda cerveza.
—Claro, queridito —dijo ella—. Lo has hecho muy bien esta noche. Si Manny y Lincoln lo hubiesen hecho tan bien como tú, estarían aquí ahora. Pero ellos no
cantaban ni bailaban, no hacían más que llorar y cavilar. Y, peor aún, no
querían aceptar el Acto Final.
—¿Y cuál es el Acto Final? —pregunté.
—Vamos, queridín, bébete la cerveza y descansa. Quiero que disfrutes mucho en
el Acto Final. Eres mucho más listo que Manny y Lincoln, no hay duda. Creo que
podremos conseguir la
Culminación de los Opuestos.
—Sí, claro, cómo no —dije, bebiendo mi cerveza—. Llénalo otra vez. ¿Y qué es exactamente la Culminación
de los Opuestos?
—Saborea la cerveza, monín, pronto lo sabrás.
Terminé mi cerveza y luego pasó aquella cosa repugnante, algo verdaderamente muy repugnante. Sara me cogió con dos dedos y me colocó allí, entre sus
piernas; las tenía abiertas, pero sólo un poquito. Y me vi ante un bosque de
pelos. Me puse rígido, presintiendo lo que se aproximaba. Quedé embutido en
oscuridad y hedor. Oí gemir a Sara.
Luego Sara empezó a moverme despacio, muy despacio, hacia adelante y hacia
atrás. Como dije, la peste era insoportable, y apenas podía respirar, pero en realidad
había aire allí dentro... había varias bolsitas y capas de oxígeno. De vez en
cuando, mi cabeza, la parte superior de mi cabeza, pegaba en El Hombre de la Barca y entonces Sara lanzaba
un gemido superiluminado.
Y empezó a moverme más deprisa, más deprisa, cada vez más y empezó a arderme la piel, y me resultaba más difícil respirar; el hedor aumentaba. Oía sus
jadeos. Pensé que cuanto antes acabase la cosa menos sufriría. Cada vez que me
echaba hacia adelante arqueaba la espalda y el cuello, arremetía con todo mi
cuerpo contra aquel gancho curvo, zarandeaba todo lo posible al Hombre de la Barca.
De pronto, me vi fuera de aquel terrible túnel. Sara me alzó hasta su cara.
—¡Vamos, condenado! ¡Vamos! —exigió.
Estaba totalmente borracha de vino y pasión. Me sentí embutido otra vez en el túnel. Me zarandeaba muy deprisa arriba y abajo. Y luego, de pronto, sorbí aire
para aumentar de tamaño y luego concentré saliva en la boca y la escupí... una, dos
veces, tres, cuatro, cinco, seis veces, luego paré... El hedor resultaba ya
increíble, pero al fin me vi otra vez levantado en el aire. Sara me acercó a la
lámpara de la mesita y empezó a besarme por la cabeza y por los hombros.
—¡Oh querido mío! ¡Oh mi linda pollita! ¡Te amo! —me dijo.
Y me besó con aquellos horribles labios rojos y pintados. Vomité. Luego,
agotada de aquel arrebato de vino y pasión, me colocó entre sus pechos. Descansé allí,
oyendo los latidos de su corazón. Me había quitado la maldita correa, la cadena
de plata, pero daba igual. No era más libre. Uno de sus gigantescos pechos
había caído hacia un lado y parecía como si yo estuviese tumbado justo encima
de su corazón: el corazón de la bruja. Si yo era la solución a la Explosión Demográfica ,
¿por qué no me había utilizado ella como algo más que un objeto de diversión,
un juguetito sexual? Me estiré allí, escuchando aquel corazón. Decidí que no
había duda, que ella era una bruja. Y entonces alcé los ojos.
¿Sabéis lo que vi? Algo sorprendente. Arriba, en la pequeña hendidura que había
debajo de la cabecera de la cama. Un alfiler de sombrero. Sí, un alfiler de
sombrero, largo, con uno de esos chismes redondos de cristal púrpura al
extremo. Subí entre sus pechos, escalé su cuello, llegué a su barbilla (no sin
problemas), luego caminé quedamente a través de sus labios, y entonces ella se
movió un poco y estuve a punto de caer y tuve que agarrarme a una de las
ventanas de la nariz. Muy lentamente llegué hasta el ojo derecho (tenía la
cabeza ligeramente inclinada hacia la izquierda) y luego conseguí subir hasta
la frente, pasé la sien, y alcancé el pelo... me resultó muy difícil cruzarlo.
Luego, me coloqué en posición segura y estiré el brazo... estiré y estiré hasta
conseguir agarrar el alfiler. La bajada fue más rápida, pero más peligrosa.
Varias veces estuve a punto de perder el equilibrio con aquel alfiler. Una
caída hubiese sido fatal. Varias veces se me escapó la risa: era todo tan
ridículo. El resultado de una fiesta para los chicos del almacén, Feliz
Navidad.
Por fin llegué de nuevo a aquel pecho inmenso. Posé el alfiler y escuché otra
vez. Procuré localizar el punto exacto de donde brotaba el rumor del corazón. Decidí
que era un punto situado exactamente debajo de una pequeña mancha marrón, una
marca de nacimiento. Entonces, me incorporé. Cogí el alfiler con su cabeza de
cristal color púrpura, tan bella a la luz de la lámpara, y pensé, ¿resultará?
Yo medía quince centímetros y calculé que el alfiler mediría unos veintidós. El
corazón parecía estar a menos de veintidós centímetros.
Alcé el alfiler y lo clavé. Justo debajo de la mancha marrón.
Sara se agitó. Sostuve el alfiler. Estuvo a punto de tirarme al suelo... lo
cual en relación a mi tamaño hubiese sido una altura de trescientos metros o más. Me
habría matado. Seguía sujetando con firmeza el alfiler. De sus labios brotó un extraño
sonido. Luego toda ella pareció estremecerse como si sintiese escalofríos.
Me incorporé y le hundí los siete centímetros de alfiler que quedaban en el
pecho hasta que la hermosa cabeza de cristal púrpura chocó con la piel. Entonces
quedó inmóvil. Escuché.
Oí el corazón, uno, dos, uno dos, uno dos, uno dos, uno...
Se paró.
Y entonces, con mis manitas asesinas, me agarré a la sábana y me descolgué
hasta el suelo. Medía quince centímetros y era un ser real y aterrado y hambriento.
Encontré un agujero en una de las ventanas del dormitorio que daba al Este, me
agarré a la rama de un matorral, y descendí por ella al interior de éste. Sólo
yo sabía que Sara estaba muerta, pero desde un punto de vista realista no
significaba ninguna ventaja. Si quería sobrevivir, tenía que encontrar algo que
comer. De todos modos, no podía evitar preguntarme qué decidirían los
tribunales sobre mi caso. ¿Era culpable? Arranqué una hoja e intenté comerla.
Inútil. Era intragable. Entonces vi que la señora del patio del sur sacaba un
plato de comida de gato para su gato. Salí del matorral y me dirigí al plato,
vigilando posibles movimientos, animales. Jamás había comido algo tan
asqueroso, pero no tenía elección.
Devoré cuanto pude... peor sabía la muerte. Luego, volví al matorral y me
encaramé en él.
Allí estaba yo, quince centímetros de altura, la solución a la Explosión Demográfica ,
colgando de un matorral con la barriga llena de comida de gato.
No quiero aburriros con demasiados detalles de mis angustias
cuando me vi perseguido por gatos y perros y ratas. Percibiendo que poco a poco mi tamaño
aumentaba.
Viéndoles llevarse de allí el cadáver de Sara. Cómo entré luego y descubrí que
era aún demasiado pequeño para abrir la puerta de la nevera. El día que el gato
estuvo a punto de cazarme cuando le comía su almuerzo. Tuve que escapar.
Ya medía entonces entre veinte y veinticinco centímetros. Iba creciendo. Ya asustaba a las palomas. Cuando asustas a las palomas puedes estar seguro de que
vas consiguiéndolo. Un día sencillamente corrí calle abajo, escondiéndome en las
sombras de los edificios y debajo de los setos y así. Y corriendo y
escondiéndome llegué al fin a la entrada de un supermercado y me metí debajo de
un puesto de periódicos que hay junto a la entrada. Entonces vi que entraba una
mujer muy grande y que se abría la puerta eléctrica y me colé detrás. Una de
las dependientas que estaba en una caja registradora alzó los ojos cuando yo me
colaba detrás de la mujer.
—¿Oiga, qué demonios es eso?
—¿Qué —preguntó una cliente.
—Me pareció ver algo —dijo la dependienta—, pero quizá no. Supongo que no.
Conseguí llegar al almacén sin que me vieran. Me escondí
detrás de unas cajas de legumbres cocidas. Esa noche salí y me di un buen banquete. Ensalada de
patatas, pepinos, jamón con arroz, y cerveza, mucha cerveza. Y seguí así, con
la misma rutina. Me escondía en el almacén y de noche salía y hacía una fiesta.
Pero estaba creciendo y cada vez me era más difícil esconderme. Me dediqué a
observar al encargado que metía el dinero todas las noches en la caja fuerte.
Era el último en irse. Conté las pausas mientras sacaba el dinero cada noche.
Parecía ser: siete a la derecha, seis a la izquierda, cuatro a la derecha, seis
a la izquierda, tres a la derecha: abierta. Todas las noches me acercaba a la
caja fuerte y probaba. Tuve que hacer una especie de escalera con cajas vacías
para llegar al disco. No había modo de abrir, pero seguí intentándolo. Todas
las noches. Entretanto, mi crecimiento se aceleraba. Quizá midiese ya noventa
centímetros. Había una pequeña sección de ropa y tenía que utilizar tallas cada
vez mayores. El problema demográfico volvía. Al fin una noche se abrió la caja.
Había veintitrés mil dólares en metálico. Tenía que llevármelos de noche, antes
de que abrieran los bancos. Cogí la llave que utilizaba el encargado para salir
sin que se disparase la señal de alarma. Luego enfilé calle abajo y alquilé una
habitación por una semana en el Motel Sunset. Le dije a la encargada que
trabajaba de enano en las películas. Sólo pareció aburrirla.
—Nada de televisión ni de ruidos a partir de las diez. Es nuestra norma.
Cogió el dinero, me dio un recibo y cerró la puerta.
La llave decía habitación 103. Ni siquiera vi la habitación. Las puertas decían
noventa y ocho, noventa y nueve, cien, 101, y yo caminaba rumbo al norte, hacia
las
colinas de Hollywood, hacia las montañas que había tras ellas, la gran luz
dorada del Señor brillaba sobre mí, crecía.
Aporte de: Carolina Matilde Ibañez Malinarich
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