Por Julio Cortés Morales
El día 15 de Marzo, posterior a la manifestación de los
estudiantes, el abogado Julio Cortés Morales, docente de la Universidad Central
y defensor en el ‘caso bombas’, fue detenido por Carabineros que lo tuvieron a
él y a más de 15 estudiantes encerrado por tres horas adentro de un vehículo
policial sin ventilación, a la hora de más calor en Santiago. En el siguiente
relato da los detalles de la situación y del crítico trauma que sufrió por la
sofocación y deshidratación.
Art. 255 del Código Penal chileno: El empleado público que,
desempeñando un acto del servicio, cometiere cualquier vejación injusta contra
las personas o usare de apremios ilegítimos o innecesarios para el desempeño
del servicio respectivo, será castigado con las penas de suspensión del empleo
en cualquiera de sus grados y multa de once a veinte sueldos vitales.
La primera gran convocatoria de los estudiantes en Santiago
para el año 2012 resultó ser una gran demostración de fuerzas donde se pueden
detectar las distintas modalidades de ejercicio del poder represivo y la
manera en que serán usadas en un año que se anunciaba y está siendo bastante
conflictivo socialmente.
Las distintas escenas de represión y contra-represión
(policías por un lado, estudiantes por el otro) no diferían mucho de aquello a
lo que nos hemos acostumbrado desde hace años.
A eso de las 11:10, desde la Dirección de Apoyo y
Vida Estudiantil de la
Universidad Central de Chile, casa de estudios donde me
desempeño como académico en temas de infancia, me avisaron que habían
estudiantes de la UCEN
detenidos, y de acuerdo al encargo que quedó formalizado en enero de este año,
me correspondía ir a verlos en la respectiva Comisaría para verificar su
situación personal y jurídica.
Dado que territorialmente correspondía en principio que
estos estudiantes estuvieran en la Tercera Comisaría de Santiago, me dirigí
caminando por la Alameda
hacia San Martín, con la intención de pasar primero a la Defensoría Popular
para ver si tenían información sobre en qué comisarías estaban efectivamente
llevando a los detenidos de esta jornada.
No alcancé a llegar, porque mientras pasaba frente a La Moneda pude presenciar cómo
un grupo de Carabineros empujaba y golpeaba a cuatro jóvenes que pacíficamente
y en la vereda habían desplegado un lienzo de dimensiones reducidas que
demandaba “Educación gratuita”. La prepotencia y violencia del accionar
policial me hicieron intervenir, pidiendo explicaciones por el mismo, y
haciendo ver que su legalidad era más que dudosa. El oficial a cargo se dedicó
a insultarme también a mí, diciendo cosas como “váyanse a estudiar, vagos de
mierda”. Cuando le pregunté por su nombre, dado que no portaba identificación
alguna, me dijo que no me la iba a dar porque no me conocía. Ante eso le pasé
mi tarjeta de presentación, que él arrugó y me devolvió, tras lo cual se
marchó. En ese punto le grité que estaba obligado a revelarme sus datos, y que
no hacerlo era una ilegalidad, lo cual le hizo montar en cólera y devolverse
hacia mí, señalando a otros carabineros ahí presentes que me detuvieran.
Cuando me estaban subiendo a un vehículo policial, este
mismo oficial le dijo a un funcionario de Fuerzas Especiales cuya
identificación señalaba el apellido Bocchioni, que yo estaba detenido por
“maltrato verbal a un funcionario en servicio”, y además, tras mostrarle su
gorra -que en el forcejeo había caído al suelo- agregó “y también por daño
fiscal a esta gorra”. A Bocchioni le hice ver que la gorra se veía intacta, y
por única respuesta me gritó que había pronunciado mal su nombre: “¡¡¡Se dice
Bokioni, no Bochioni, porque es con dos C y una H!!!”.
Una vez que recibo el empujón final para quedar en el
interior del vehículo, les digo que no es necesario que me toquen. Ante eso, un
funcionario de apellido Soto me dijo en tono amenazante “Seguro que no te vamos
a tocar ná”.
Hasta ahí la situación me pareció anecdótica y absurda, pero
no particularmente grave. No sé si eso obedece al haber ido perdiendo con los
años la capacidad de asombro. De todas formas, no tenía como intuir que lo peor
estaba por venir.
En el interior había un funcionario de nombre Farías, y 4
estudiantes secundarios. Uno de ellos tenía un corte entremedio de las cejas,
propinado por funcionarios policiales, a pesar de que luego le dijeron que él
estaba ahí “por control de identidad”. En ese punto, y sabiendo que estos
procedimientos son largos, me dediqué a conversar con ellos, informarles lo que
podía pasar (ninguno había estado detenido antes), y hablar de varias
cuestiones interesantes para matar el tiempo. En la amena conversación que
armamos en esos instantes, ellos fueron lo suficientemente abiertos y generosos
como para incorporar al Sr. Farías.
Vi el reloj y me di cuenta de que ya había pasado el
mediodía. El vehículo se puso en movimiento y nos llevaron al Parque Almagro,
en medio de los enfrentamientos entre Fuerzas Especiales y una gran masa de
encapuchados, que alcanzábamos a ver por las rendijas del vehículo.
En tres ocasiones que funcionarios que parecían estar
coordinando las acciones afuera abrieron la puerta para preguntarle cosas a
Farías (cuantos detenidos tenía, edades de los mismos, etc.), aproveché de
hacerles ver que el muchacho con la lesión en la ceja requería atención
urgente. La respuesta fue siempre la misma: nosotros no podemos hacer nada.
Estuvimos mucho tiempo en San Ignacio con Santa Isabel, y
alcancé a dar aviso a algunos colegas. Uno de ellos se dirigió en automóvil a
ver si podía lograr mi liberación, pero justo antes de que llegara a esa
esquina el vehículo se puso de nuevo en movimiento, y luego de varios minutos
se detuvo en Lord Cochrane con Eleuterio Ramírez, donde subieron a 3
adolescentes más. Uno chico de 15 años venía con un chichón de tamaño descomunal
en la frente, producto del lumazo propinado al ser capturado. Informé de esa
nueva ubicación a mi colega, por mensaje de texto, y una vez más estuvo a punto
de llegar, pero el vehículo se puso de nuevo en movimiento. ¿Pura casualidad?
No lo sé.
En una tercera parada en calles que ya no podíamos
identificar, Farías se bajó y no volvimos a verlo. Subieron más
adolescentes, quedando arriba un total de 17 personas (todas menores de
edad excepto yo y un chico de 18 años). El espacio debe haber sido de 2 metros por 1.5, y era
casi imposible físicamente que hubiera tanta gente hacinada allí. Para empeorar
las cosas, si hasta ese momento cuando no estábamos en marcha abrían un poco
las puertas traseras para que pudiéramos respirar mejor, a partir de ahí la
mantuvieron cerrada todo el rato.
Recuerdo que calculamos que si afuera había 35 grados,
adentro debía haber más de 40. Y luego de eso, siguió subiendo. Algunos chicos
empezaron a desesperarse y tener desmayos. Varias veces les grité a los 3
carabineros que iban en la cabina (uno de los cuales era el mismo Soto ya
referido, y otro un tal Maldonado) que la situación se estaba poniendo crítica,
y que tenían que ser razonables y por lo menos dejarnos respirar. Como
respuesta a eso, luego de un rato se detuvieron en una calle que al parecer
estaba cerca de Vicuña Mackenna (algunos muchachos decían haber visto el
edificio de Megavisión). A esas alturas varios de los chicos lloraban, y
gritaban “Por favor, sáquenme la cresta y después dejen que me vaya”. Uno de
ellos estaba tan desesperado que quería hacerse una herida con un lápiz pasta
para que se vieran obligados a llevarlo a un hospital. Le dije que no lo
hiciera, que había que aguantar nomás. Para nuestra sorpresa, después de
estacionar ahí, afuera de la
Panadería Santa Clara que era el único punto identificable,
los funcionarios se bajaron de la cabina y se fueron lejos, donde no podíamos
verlos. Estuvimos alrededor de 20 minutos en una situación que ya era
francamente infernal. Nos desvanecíamos por momentos, y la conciencia casi se
iba del todo, para volver a sentirse un poco mejor después, hasta el nuevo
desvanecimiento. En cada momento había unos 3 o 4 chicos desmayados.
Yo trataba de mantener la moral en alto y darles ánimo, pero
luego de un rato sentí que me empezaron a temblar las manos, las piernas y la
pera. No veía cómo cresta íbamos a salir de esa situación. Tras mandar mensajes
de auxilio a algunos colegas y al Instituto Nacional de Derechos Humanos, cerré
los ojos y ya no tenía fuerza ni para contestar mi teléfono celular. No había
oxígeno, y chorreábamos transpiración. Esperé lo peor: nos van dejar solos, y
alguno de nosotros se va a morir por deshidratación extrema e hipertermia.
Finalmente los funcionarios reaparecieron, y recuerdo que
tomé la cuenta: 9 veces les dije que no podíamos seguir ahí, y que me dijeran
quien se iba a hacer responsable de lo que pasara. Después de 3 largas horas de
algo que no puedo sino calificar como tortura, llegamos a la Tercera Comisaría
de Santiago. Yo llegué desmayado y quedé tirado en el piso. Recuerdo que recién
ahí me llevaron hacia la puerta del vehículo para que me sentara, y un abogado
del INDH que llegó hasta ahí y les decía “es un abogado conocido de la plaza,
¿cómo lo tienen así?” logró que me dieran un poco de agua.
Después de unos minutos, ya en la Comisaría , los
adolescentes parecían haberse repuesto del shock de calor, pero yo empeoré, y
mientras me tenían de pie en el Gimnasio, sentí fuertes calambres en las
extremidades, perdí la conciencia y caí sobre unas vallas metálicas de
contención. Luego de un rato, escuchaba que algunos policías decían “está
armando pura cuática”, pero otros parecían más asustados y llamaron a un
paramédico. Ya todo me daba lo mismo y trataba de llevar mi mente a otros lugares
que me relajaran. Mis extremidades tiritaban fuertemente y tenía ganas de
gritar. El paramédico me hacía preguntas y casi no lo escuchaba. Apenas podía
hablar, y le dije que necesitaba aire, y agua. El paramédico me llevó agua,
pero me decía algo así como “lo que te pasa es que hay mucho calor, yo también
estoy súper acalorado en mi box”.
A duras penas pude desplazarme a una sala donde accedieron a
que algunos abogados amigos se entrevistaran conmigo. Vi en sus caras que
estaban impresionados por mi condición. Escuché que se lo hacían ver a los y
las carabineros/as ahí presentes, y una de ellas respondió: “Yo veo que está en
las mejores condiciones posibles”.
Luego me dejaron en un calabozo, junto con los dos
estudiantes de sexo masculino de la
UCEN que habían sido detenidos. Desde ahí alcanzamos a
coordinar con la
Defensoría Pública y el fiscal a cargo que tanto ellos como
una estudiante fueran dejados en libertad ese día, en vez de ser pasados a
control de detención el día siguiente (que era lo que primero se había
dispuesto). La operación resultó con dos de ellos, pero uno de los chicos,
estudiante de Derecho, quedó detenido hasta el otro día, por “porte de
amoniaco” (un elemento que es sabido que sirve para poder despejar las vías
respiratorias en medio del gas lacrimógeno, pero que según los agentes
encargados de la criminalización constituía una infracción a la Ley de Control de Armas y
Explosivos: ¡menos mal que los antecedentes no llegaron a la Fiscalía Sur , donde
muy probablemente lo hubieran acusado de terrorista!). Asumí su defensa hoy
viernes 16, y tras 29 horas de privación de libertad, su detención fue
declarada ilegal…
Supe que las 16 el fiscal dispuso que yo quedara en
libertad, pero recién a las 18 esta orden se hizo efectiva. Cuando me retiraba,
me dijeron que iba a ser citado en su momento bajo el cargo de “maltrato de
obra a funcionario de Carabineros con resultado de lesiones leves”. Quedé
sorprendido e indignado, y pregunté por qué, si lo que me habían dicho al
momento de la detención era “maltrato verbal”. Ante eso, me muestran un
certificado de lesiones expedido por el mismísimo Hospital de Carabineros, y
además me muestran ahí de cuerpo presente al funcionario “lesionado”: un tal
Cabo Lagos, que ante mis consultas me mostró un parche curita en su mano
derecha. Cuando le indiqué que yo no había golpeado a nadie al ser detenido, me
dijo que en el forcejeo se rasmilló un poco la mano. Le señalé que si esa
“lesión” se produjo al momento de mi detención, entonces no podía al mismo
tiempo ser causal de la misma. Su respuesta fue impresionante: “un tribunal
tendrá que decidir sobre eso”, poniendo cara de inocente mientras pronunciaba
esas palabras.
Cuando le pregunté el nombre del que me había mandado
detener, bajo el cargo de “maltrato verbal”, me dijo: “ese fue mi Mayor
Saldivia”.
Funete: ASAMBLEA NACIONAL POR LOS DERECHOS HUMANOS CHILE
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